lunes, 18 de octubre de 2010

Irina

Todos la llamaban “la guapa”. Solía ir vestida con ropa de marca, era muy atractiva y cada vez estaba más delgada. Hablaba castellano con acento eslavo. No aparentaba más de 18 años y era heroinómana.

En Barcelona hay muchas irinas. Pueden ser rubias, morenas o pelirrojas. De ojos negros, verdes o azules. Más o menos altas, más o menos delgadas, más o menos bien parecidas y con una piel suave, dulce y transparente que suele venderse al mejor postor.

Para conseguir sus dosis acostumbran a robar en El Corte inglés y en otras tiendas de lujo. Allí suelen conseguir ropa interior y complementos de lujo. Habitualmente se prostituyen en los más diversos lugares. En las callejuelas del casco antiguo te pueden decir “guapo ¿quieres pasar un rato conmigo?”
Con ellas hacen lo que quieren los chulos de las mafias rusas. En ocasiones su frágil belleza se rompe por una brutal paliza. Ojos y labios amoratados son los signos más evidentes. Pero las zonas más intiman de su cuerpo llevan las marcas de las salvajadas de los proxenetas. Siempre sonreíen y nunca denuncian a la policía.
Es difícil explicar por qué cayeron en las garras de la heroína y de la prostitución. Pero es una pena verlas caer en una espiral de degradación moral y física.
Los chutes de heroína estaban en oferta. A finales del siglo pasado costaban unos 40 euros y ahora por unos 10 euros puedes darte un viaje con una papelina más o menos adulterada con una jeringuilla.

Había muy pocas irinas entre los yonquis. Seguramente menos del diez por ciento. La mayoría de las mujeres son más inteligentes que los hombres y tienen un sexto sentido para percibir el frío abrazo de la muerte. Pero siempre habría irinas que acompañasen a los pavels y a los manolos en el infame y macabro viaje hacia la nada.