Me gusta llevar pantalones vaqueros. Me hacen sentirme menos viejo y me van bastante bien para hacer fotos y moverme por ahí. Durante un tiempo fui un fanático de la marca Lois por su inmejorable relación calidad precio. Por entonces los tejanos españoles tenían un precio razonable y los norteamericanos valían un huevo. En general utilizo marcas de batalla y dispongo de algún que otro Lewis y Lee. Más o menos todas van por el estilo. Pero las diferencias de precio son abismales. Últimamente tomo bastantes fotos y paseo más de la cuenta. Las víctimas han sido, entre otras, tres pantalones tejanos que presentaban graves heridas a la altura de las rodillas, del tobillo y de mis partes más nobles. Mi primera intención fue ir a Carrefour. Allí ofertan vaqueros a 7 euros (antes 9) made in Bangladesh. Recordé el trágico hundimiento de un edificio repleto de fábrica textiles y se me llenó la cara de vergüenza. En otra ocasión pasé por El Corte Inglés. Allí los vaqueros valen una pasta. Pero muchos de ellos son también fabricados en Bangladesh y alrededores. Así las cosas llevé las prendas a una costurera y me los dejó como nuevos. Me quedé con la conciencia tranquila por reciclar y por llevar una ropa particularmente cómoda. Especialmente encantado estoy con mis rodilleras y mis zurcidos.
La historia no acaba aquí. Poco después tuve la ocasión de ver a una joven de turbadora belleza con sus blue jeans particularmente destrozados. Ver sus rodillas casi desnudas me produjo una atracción parecida a la del protagonista de la película “La rodilla de Clara”. Aquella experiencia fue el inicio de una entrañable y hermosa amistad. Tiempo después acabé por verle sus hermosas y torneadas piernas desnudas y su ropa interior. No pregunten más por favor.