Eusebio compaginaba su trabajo de enfermero con su afición por viajar; Inglaterra, China, La India, Turquía, Túnez y Marruecos eran algunos de sus países favoritos. La lectura, la fotografía, la música, el cine y la escritura eran también aficiones arraigadas en su personalidad. En estos viajes acabó desarrollando un gusto por el té y otras infusiones. En su localidad apenas tenía la oportunidad de tomar tés exóticos pero a su modo trataba de preparar lo mejor que podía té con canela, o con menta, hibisco con jengibre, o rooibos con limón.
La noche se hacía larga y complicada. Sobre todo con ancianos descompensados por hipertensión, diabetes y problemas respiratorios. Sin embargo , aprovechó un momento de respiro para tomarse un bocadillo y preparar una infusión de té a la menta con hibisco en una enorme tetera que adquirió en el Magreb. Su centro de urgencia se había salvado “in extremis” del cierre que había programado el partido impopular en su comunidad. Pero las espadas estaban en alto y sabían que cualquier día les podían trasladar a un pequeño hospital al que deberían acudir los enfermos de una comarca sobrada de montañas y falta de buenas carreteras. En eso llegó un inmigrante sin papeles, un enfermo derrotado por la fiebre, los problemas respiratorios, el frío y la miseria. El personal sanitario y el recepcionista se saltaron el protocolo que abandonaba a su suerte a quienes no disponían de tarjeta sanitaria y le atendieron lo mejor que pudieron. Eusebio le invitó, además, al modesto té que había preparado. Seguro que los chinos preparan mejor té con jazmín, los pakistaniés el chai y los sudaneses en Karkadé, pero para aquel enfermo una taza de té le supo a gloria y le pareció el mejor té del mundo.