No fue ningún espejismo. Lo vi todo con mis propios ojos. Me alertaron unos empleados de las obras de remodelación del edificio. Protegidos por un contenedor de escombros cuatro jóvenes se estaban pinchando. Había tres hombres y una mujer. Dos de ellos aparentaban unos 25 años, pelo negro y la piel muy morena. Eran de complexión y estatura media, tal vez fueran parientes. Otro tendría unos 35 años, era muy alto y extremadamente delgado. Su rostro estaba muy demacrado, tenía el cabello gris y llevaba barba de varios días. Vestía pantalón tejano ceñido y una camisa blanca de manga larga. La mujer apenas tendría 20 años. Un vestido de color azul marino ocultaba una envidiable silueta. La falda dejaba al descubierto unos muslos morenos y bien torneados. Su rostro dibujaba un ovalo casi perfecto y su cabello era de un color negro brillante. Tenía una aguja clavada en el brazo derecho. Nunca podré olvidar la angustiosa y vacía mirada de sus ojos verdes. Aquella joven me recordaba a Clara, la inolvidable protagonista de la canción del llorado Joan Bautista Humet.
Cuando se marcharon pasé a inspeccionar el lugar. Aquello era un caos de escombros de la obra, botellas de agua mineral y jeringas. Era el pan de cada día. Aquel lugar se había convertido en el picadero del barrio, el centro neurálgico de los viajes al infierno.
Aquel barrio periférico se había transformado un nido de camellos, allí acuden yonquis de toda el área metropolitana de Barcelona. Su ansiedad les lleva a chutarse allí mismo. Los alrededores dónde se vende droga y se reparten jeringuillas suelen ser el epicentro del desastre, un tusinami de sangre, horror y lágrimas.