Habían pasado casi siete
años y Olga me atraía igual o más cuando la conocí. Ahora
llevaba gafas y el pelo teñido de rubio oscuro. En su frente se
dibujaban pequeñas arrugas. Seguramente había ganado algunos kilos.
Pero su sonrisa, su voz y su mirada eran las mismas; Afiladas armas
de seducción que me intimidaban como el primer día que nos cruzamos
en el rellano de la escalera. Ni ella era buena cocinera, ni yo un
manitas. Pero me comprometí a pintarle el piso y ella me invitó a
una cena un tanto indigesta. El postre fue lo mejor. Aquellos seis
meses fueron los más intensos de mi vida. Todavía acuso el malestar
que me produjo el regreso a su país.
Nos encontramos por
casualidad en la parada del autobús. Cruzamos más miradas que
palabras. De pronto apareció una atractiva jovencita que se le
parecía enormente. Carla tenía ya 14 años y había dejado de ser
la niña que me pedía que le contará cuentos, le dibujará
elefantes y la levantara por los aires. !Las había echado tanto de
menos! Tal vez podamos volver a ser pareja. Pero ya no podré ver
crecer a su hija. Y esta pérdida me resulta mucho más dolorosa que
los besos y las caricias que anhelé de su
madre durante ese tiempo. Íbamos en dirección contraria. Pero los
tres subimos al mismo autobús.