sábado, 18 de octubre de 2014

Siete años y un día

Habían pasado casi siete años y Olga me atraía igual o más cuando la conocí. Ahora llevaba gafas y el pelo teñido de rubio oscuro. En su frente se dibujaban pequeñas arrugas. Seguramente había ganado algunos kilos. Pero su sonrisa, su voz y su mirada eran las mismas; Afiladas armas de seducción que me intimidaban como el primer día que nos cruzamos en el rellano de la escalera. Ni ella era buena cocinera, ni yo un manitas. Pero me comprometí a pintarle el piso y ella me invitó a una cena un tanto indigesta. El postre fue lo mejor. Aquellos seis meses fueron los más intensos de mi vida. Todavía acuso el malestar que me produjo el regreso a su país.


Nos encontramos por casualidad en la parada del autobús. Cruzamos más miradas que palabras. De pronto apareció una atractiva jovencita que se le parecía enormente. Carla tenía ya 14 años y había dejado de ser la niña que me pedía que le contará cuentos, le dibujará elefantes y la levantara por los aires. !Las había echado tanto de menos! Tal vez podamos volver a ser pareja. Pero ya no podré ver crecer a su hija. Y esta pérdida me resulta mucho más dolorosa que los besos y las caricias que anhelé de su madre durante ese tiempo. Íbamos en dirección contraria. Pero los tres subimos al mismo autobús.