Nunca más volveré a
cenar en un Kebab. Algunos expertos manifiestan que se trata de una
comida basura peor que la más tirada de las hamburguesas. Me encantan
ambos fastfoods. Por prudencia apenas los cato. Pero aquella noche
era muy especial. Deseaba celebrar la publicación de mi última
investigación; un estudio sobre las relaciones entre la autocrítica
y la fotografía.
Me acosté un poco tarde. Pero mis
ardores de estómago hicieron muy pesada y casi eterna a la noche.
Amanecí con un inquietante sentimiento de frío, humedad y
oscuridad. El ruidito de un motor me aseguraba que estaba vivo. A lo
lejos escuché unos pesados pasos que se acercaban con premura. De
repente me inundó una luz deslumbrante. Sentí como unas manos
enormes me levantaban por los aires y me sacaban a un ambiente más
caluroso y seco. Por un momento me sentí feliz. Pero mi alegría
duró poco. Sentí como si me abrieran la tapa de los sesos y me
clavaran una cuchara. Poco a poco me iba debilitando. Un tipo añoso,
orondo y barbudo alababa, al parecer, mis cualidades que no eran
otras que las de un yogur de limón desnatado y caducado. El antiguo
ministro de agricultura me devoró con avidez y los ácidos de su
estómago me redujeron a la nada en poco tiempo. Redacté este texto
en el cielo de los productos lácteos caducados. Allí me siento bastante a
gusto. Pero no descarto en reencarnarme en una cucaracha kafkiana.