Los fotógrafos no podemos evitar mirarnos demasiado al ombligo.
Tendemos a valorar nuestras propias imágenes como de gran valor
artístico, documental o profesional. Sin embargo, nos cuesta más
trabajo reconocer la valía de las fotografías ajenas. Ante las
fotografías de los demás tendemos a formar dos bandos. Las que no
valen nada o casi nada, y aquellas que son dignas de imitar (o copiar
descaradamente) en algún aspecto o en su conjunto. Por eso ser
jurado, crítico o historiador de la fotografía resulta una labor
tan difícil. Nuestra presunta erudición hace que solamos
compararnos favorablemente con Richard Avedon, Cartier-Bresson,
Garcia-Alix o Fontcuberta. Por eso se hacen necesarios cursillos de
humildad fotográfica para tipos como el que escribe este texto y
seguramente también mis mejores lectores. Pongamos los pies en el
suelo, y yo el primero, y reconozcamos que muchos enterados nos
ahogamos en nuestra mediocridad y aveces en nuestro propio vómito.