Una fotografía llamada deseo viajaba
despacio en un viejo tranvía. La imagen adornaba la parte exterior
de vagón. Era casi tan alargada como una panorámica, casi tan
delgada como una albúmina, tan sutil como una placa autocroma
Lumière, con tanto detalle como un daguerrotipo y con una gama tonal
propia de una foto de Ansel Adams. En la ciudad florecieron por
cientos de miles los fotógrafos. Aparecieron docenas de
asociaciones, comercios, agencias de modelos, librerías, escuelas y
salas de exposiciones relacionadas con la fotografía. Llegaban de
todas partes del planeta a fotografiar, ver exposiciones, asistir a
cursos y comprar material fotográfico. Se celebraron innumerables congresos,
talleres y subastas. La ciudad era una fiesta, una permanente
primavera fotográfica, un eterno paraíso fotográfico.