Viajar en autobús nos permite observar demasiados locales en traspaso, tiendas que esperan clientes, gentes que necesitan ingresos, palomas y cotorras que buscan comida, mendigos que rebuscan en contenedores, ancianos que revuelven las papeleras, enfermos atrapados en una lista de espera y ciudadanos que están hasta las narices de los recortes. El viaje es lento, pesado, prensado y entrecortado. Viajar es padecer, pero normalmente sin consecuencias fatales. Sin embargo, el viaje acaba mareándote o algo parecido. Más pronto que tarde te sientes una mezcla de huevo frito y bocata de beicon recalentado. En el bus no abunda la prisa. Pero sobra gente sin esperanza, sin fuerzas y sin futuro. Los sudores antiguos se mezclan con los perfumes baratos. Los peinados de peluquería de barrio, con ropa y calzado todo a cien. Se ven algunos móviles caros y demasiados amigos de lo ajeno. Algunos viajan sin billete y casi todos sin ilusión.
Tarde o temprano florece el cansancio. Te dejas vencer por un agotamiento cargado de aburrimiento, asco e impaciencia. Y entonces llega tu parada. Te arrastras como puedes a la puerta, picas el timbre y esperas que te dejen salir. Ya en tierra debes aprender a respirar y a caminar. Te tomas algo en un bar regentado por simpáticos ciudadanos chinos, pides hora con tu psiquiatra y empiezas a pensar que todo el mundo es bueno.