Andrés pasaba de los
cincuenta y anualmente le hacían un análisis de sangre y orina y una revisión. Los
valores oscilaban entre buenos y satisfactorios. Sin embargo, el
paciente refería a su médico de familia cansancio matutino,
desasosiego, presbicia, problemas sexuales, menor agilidad mental y
en general que la vitalidad de los veintitantos años se le había esfumado. El galeno refirió que era normal que se le olvidarán
algunas cosas, que tuviera la vista cansada, que su sexualidad fuera
de capa caída y que arrastrara una dolorosa mezcla de apatía y
agotamiento. Le consoló señalando que las pruebas complementarias
estaban dentro de la normalidad de su edad, que descansase más, se
distrajera un poco y que se diera por satisfecho.
Al día siguiente nuestro
protagonista pasó revista con su jefe, director médico de una
clínica privada, que le encaró que ya no realizaba su trabajo de
recepcionista y administrativo con diligencia, que sus compañeros
más jóvenes eran mucho más productivos y otras cosas peores. Salió
con una bonita carta de despido y con un enorme desprecio por la
clase médica.