Acudo
al jacuzzi un par o tres veces a la semana. Me ayuda a sentirme
mejor, relajar las articulaciones y la mente y a sentirme menos
cansado. En ocasiones me gusta cerrar los ojos y espatarrarme y a
veces prefiero hacer movimientos con las manos y los pies. En mi
gimnasio hay dos jacuzzis ambos mixtos y con cuatro plazas. Uno de
ellos tiene el agua más bien templada y el otro más bien caliente.
Adivinen cual prefiero. Lo han acertado, el último. El calorcillo me
ayuda a alcanzar un sopor cercano a la felicidad. Este domingo tras
quedarme adormilado advertí extraños compañeros de agua. A mi
derecha, y nunca mejor dicho, un tipo sobrado de cejas y con un
inquietante parecido al almirante Carrero Blanco, a mi izquierda un
anciano risueño y calvete que se parecía al actor Antonio Ferrandis
en su papel de Chanquete. Frente a mí y cual si fuera una aparición
divina una joven guapetona clavada a Sylvia Kristel en El
amante de lady Chatterley.
Me
temí lo peor y al mismo tiempo quedé más o menos reconfortado por
pensar que el cielo divino era más o menos como el humano; con
actores de carácter, mujeres de buen ver y fachas de mucho cuidado.
Más
tarde recapacité y concluí que por desayunar un café con leche y
una magdalena con mermelada de fresa y hacer una hora de bicicleta
estática, diez minutos de estiramientos y diez minutos de fitness a
baja intensidad no se muere nadie.
Así
pues abrí los ojos, observé a dos hombres ancianos y una belleza
morena en mi jacuzzi y regalándoles la mejor de mis sonrisas partí
a regalarme una ducha escocesa que me acabara de despejar.