Silvia y Clara tenían un vecino llamado Juan, un profesor jubilado casi tan alto como su padre. Pero con la mirada cansada, el cuerpo algo encorvado y la barba llena de canas. El antiguo docente saludaba a la madre y a la niña cuando se encontraban en la escalera.A la niña le preguntaba cosas sin importancia: su nombre, su edad o ¿Cómo estás Silvia? La tristeza de ambas le hizo detectar que algo no iba bien. De esta forma se enteró que el marido de Clara falleció en un accidente de moto hacía apenas dos meses.
Juan tenía también sus problemas. La edad no perdonaba y no podía disfrutar de la jubilación como había pensado. Dormía fatal y la vista de fallaba. Le sobraban dolores de espalda y de cabeza. Se sentía muy sólo desde que su mujer falleció hace 12 años. Su único hijo se dedicaba a la investigación biomédica en un hospital de New York y viajaba a Barcelona de año en año. Un buen día se cortó la barba y se arregló el pelo en la barbería. Se puso su mejor americana y llamó a la puerta de sus nuevas vecinas. Le propuso a Clara que en la medida de lo posible haría de padre adoptivo de Silvia y de abuelo si fuera necesario. La madre se quedó desconcertada. Tenía dudas sobre las intenciones de un viejo ocioso y extraño. Le dijo que lo pensaría. Juan no aceptó su derrota momentánea e insistió. Será mejor que nos conozcamos un poco. ¿Qué tal si vamos a tomar los tres las famosas croquetas, empanadillas y tortillas del Casal de Barri de Prosperitat?
En las distancias cortas Juan ganaba muchos puntos. Era un tipo culto, con facilidad de palabra, sentido del humor e ideas política y socialmente incorrectas. Hijo de anarquistas huía de la religión y de la política como de la peste. Pero era un encanto de persona. A sus 67 años todavía estaba en buena forma para caminar un par de horas, hacer bicicleta estática y nadar un poco. De esta forma pudo tomar a Silvia en sus brazos y elevarla al cielo como hacía su difunto padre. La niña volvió a sonreír y la madre también. Había ganado un nuevo padre.